martes, 28 de diciembre de 2021

HIDALGO, La otra historia

Los siguientes extractos son tomados del libro "Hidalgo, la otra historia" de José Luis Trueba Lara, en cuya contraportada se lee Preso en espera de ser fusilado, Ignacio Allende lo cuenta todo. (...) sobre Miguel Hidalgo y Costilla.  

En las 260 páginas del libro, -en voz de Allende- Trueba nos muestra un lado poco conocido del cura Miguel Hidalgo, una cara alejada del héroe al que México conoce como el "Padre de la independencia". 

"Hidalgo, la otra historia es una novela transgresora, narrada por Ignacio Allende mientras espera a ser fusilado. El general relata batallas saqueos, temibles asesinatos, la situación sobre la invasión napoleónica y su alianza y rivalidad con Hidalgo. retrata un personaje complejo que estaba muy lejos de ser el padre de la Patria" (Irma Gallo, Entrevista con José Luis Trueba Lara. En https://www.youtube.com/watch?v=imIMXlL13FI)   

Hidalgo, el más cabrón de todos los curas, se quedó parado a mitad del patio de la alhóndiga. Los muertos no le importaban, pero la peste lo incomodaba. (p 15)

Por más que quisiera, Hidalgo no podía engañarse. El estandarte que se agenció en Atotonilco no bastaba para disimular sus pecados, la Guadalupana estaba horrorizada por sus crímenes y su manga ancha con los saqueos y los asesinatos. A lo mejor por eso había veces que se quedaba viendo a la nada mientras sus labios se movían para rogar la clemencia que no merecía. (p 16) 

Cuando llegamos a Guanajuato, los gachupines ya nos esperaban. (...) el cura pidió su escribanía y le mando dos cartas a Riaño. En una le exigía que entregara la ciudad sin disparar y un tiro, en la otra le ofrecía la posibilidad de que su mujer lo abandonara para salvar la vida. Él la recibiría gustoso y la protegería. (...) sin embargo el intendente no podía olvidar el pasado. Más de una vez pescó a Hidalgo mirando a su esposa en las tertulias. La calentura estaba marcada en las pupilas que no se alejaban de sus pechos. Las habladurías sobre los bastardos que dejaba regados no eran verdades a medias. Su pico de oro era capaz de romper la aduana de los escotes y alzar los telones de las faldas. (p 21)

Apenas había pasado un rato cuando el cura bribón [Hidalgo] se acercó a la alhóndiga indefensa. A la hora de la verdad, siempre se portó como lo que era: un collón por los cuatro costados. Pero en esos momentos, su miedo ya no importaba, nadie podía sorrajarle un tiro en la cara. Con su mano trazaba la señal de la cruz sobre los miserables que corrían para matar y robar. Las ansias de sangre y saqueo estaban benditos. (p 28) 

(...) Hidalgo estaba en una de las casas que cayeron en sus manos. (...) me miró y sonrió. Después de que volvió a mirarme, se sentó como si nada pasara. A su lado estaba apiladas las barras de plata que rescató de la alhóndiga. Aunque la mayoría se escapó de sus manos, no eran tan pocas las que estaban ahí. Una sobre otra tenían más de una vara de alto. (p 30)

no importaba cual fuera el lugar al que llegáramos, don Miguel ordenaba que las puertas de la cárcel se abrieran. Según decía, ninguno de los enjaulados merecía estar en ese lugar. Todos eran mártires, todos eran víctimas de la injusticia y, por supuesto, no eran culpables de nada. Él era el primero que los recibía a las puertas del presidio para besarlos y abrazarlos. (p 36)

- Cállese - le ordenó Hidalgo con voz helada -, usted y los demás tienen hasta el amanecer para aceptar los cargos. Entiéndanlo, el rey y el virrey no son nada. Yo soy todo.  Al día siguiente, ninguno llegó a la reunión. Todos huyeron con sus familias y lo poco que pudieron cargar. El cura bufaba por la furia y a gritos llamó a su secretario. Le dicto sentencia de muerte a los que se negaron a obedecerlo, (p 39)

Ellos, desde el día en que don Miguel los sacó de la cárcel en Dolores, se convirtieron en su jauría. Si habían matado y violado, o si profanaron los templos y las sagradas imágenes, fueron perdonados y bendecidos. A estas alturas, esos malvivientes ya habían aprendido que los desharrapados no debían mirarle la cara (a Hidalgo) cuando estaba alicaído. Delante de los muertos de hambre (Hidalgo) debía mostrarse como el mandamás invencible, como el único que podía abrir las puertas de la Gloria, (p 43)

- Mira - me dijo mientras me acercaba el papel. (...) lo leí con calma. Ninguna de las palabras me sorprendió. (...): la santa Iglesia nos repudiaba y nos maldecía desde el cabellos hasta los pies y desde la piel hasta el tuétano. Y todos los que se atrevieran a tendernos la mano se enfrentarían al mismo castigo. Don Manuel Abad, el obispo de Valladolid, nos entregaba a las llamas eternas y la oscuridad sin redención.
    Le devolví el papel. Él lo dobló con calma antes de guardarlo en su bolsa. - Los amigos siempre traicionan - murmuró con ganas de que apenas lo escuchara -. Riaño prefirió la muerte a estar a mi lado, y ahora Manuel me condena y me maldice. (...) Dios sabe que terminará en manos de mis hijos, del pueblo bueno que sabe cómo cobrar sus deudas.
    - Pero... No pude terminar mis palabras. Hidalgo levantó la mano para que me callara. -Aquí ya no hay peros - me interrumpió sin necesidad de recordarme que era el único dueño del pandero -. este papel no vale nada, cuando entremos a Valladolid los curas firmarán los documentos que lo convertirán en una metida de pata. Te juro por Dios que tendrán que arrancarlo de todas las iglesias y delante de mi lo quemarán mientras se arrodillan para que los bendiga. No han entendido que el rey es nada, que el obispo es nada, y que yo soy todo. Yo soy el principio y el fin, el alfa y el omega, el que todo lo puede, el único que puede sanar las almas y abrirle las puertas del Cielo al pueblo. Yo soy el predestinado... (Pp 43-45)

La vida de Hidalgo era muelle. Nada ni nadie podía jalarle la rienda a sus entretenes. En Dolores no reparaba en gastos para jugar al teatro y mirar a sus fieles en el tablado. (...) Lo único que le interesaba de los tablados eran las criollas y las gachupinas que terminaban por convencerse de que eran las actrices que podrían ocupar un lugar en los escenarios de París, donde las flores rebosarían de sus camarines y los aplausos las ensordecerían. Ya después, cuando la calentura de la comedia se les enquistara en la carne, las penetraría en su lecho mientras que las palabras en francés y otomí les gritaban los insultos que la lujuria les reclamaba. Cada vez que las embestía y su cuerpo se arqueaba para derramar sus semillas, las voces de chienne y nx upaxi [prostituta, puta, ramera] le brotaban del hocico. (p 48)

Por mas cartas que le mandó, don Manuel Abad nunca creyó que Hidalgo usara ese dinero para socorrer a su grey y mejorar el pueblo que tenía a su cargo. Los ratos que pasaron juntos le descubrieron sus debilidades: era un fatuo, un tramposo, un cura solicitante y putañero que se zurraba en el confesionario y la santidad de la casa parroquial. (p 50)

Y cuando le avisaron de la muerte de su hermano Manuel, [Hidalgo] se convirtió en lo que ahora es... un hombre que se sueña todopoderoso e invoca el alma de su hermano para que regrese de donde nadie vuelve. (p 51)

El capítulo 9 describe vívidamente -como los que le anteceden- la llegada de Hidalgo y sus hombres a Valladolid; la manera en que los criollos y los gachupines "de bien" entregaron el mando de la ciudad al cura Hidalgo; la oferta de los curas de ofrecer "un Te Deum para disculparse y ratificar que la excomunión quedaba derogada"; describe como- mientras se celebraba la misa en catedral Hidalgo desencadenó a sus perros. Las casas de Dios fueron saqueadas. Los cálices se llenaron de chínguere y pulque, los vestidos de las vírgenes y las santas se convirtieron en los ropajes de las chimiscoleras que pecaban mientras se zurraban de risa, y muchos retablos alimentaron las hogueras que aluzaban sus bailes lúbricos y grotescos." y termina con una remembranza de Allende en la casa de Mariano Michelena imaginando un escenario distinto Si entonces nos hubiéramos levantado en armas nuestra insurrección no sería una turba sanguinaria, sino un asunto de militares y caballeros, de gente de bien que lograría que nos tocara lo que por derecho nos correspondía. (Pp 61-66) 

En el capítulo 10 Allende narra de manera sucinta la conjura\conspiración de Valladolid y de como comenzó a mentarse el nombre de Miguel Hidalgo. Acepté encontrarme con él. Una y mil veces maldigo ese día, pero ante lo hecho ya no hay más remedio que poner el pecho. Lo invité a sumarse sin saber que, en el momento definitivo, nos haría a un lado y se pondría al frente de los patanes para invocar las furias. Todo lo que habíamos planeado se perdió para siempre, delante de nosotros solo quedó el horror de la matanza. (p 71)

Si las casas del Todopoderoso no le merecían respeto ¿Qué podían esperar las otras?, (...) los ojos se quedaron fijos en los muros de la catedral. Aunque parecían recios y enteros, la riqueza del templo estaba destruida. Sin detenerse a pensar en su alma, don Miguel obligó a la curia a que le entregara la plata de los cepos y los cofres con siete llaves. Todos los reales terminaron en sus manos y los hombres del Torero sudaron la gota gorda para cargarlos. Hidalgo apenas sonrió a los sacerdotes y leas agradeció el apoyo a su causa. La excomunión que firmó el obispo también debía pagarse con plata. 
    Pero esto no bastó para coronar sus profanaciones, sin empacho envió a sus malandrines a que rebuscaran en los conventos y en el colegio de niñas. Los huertos fueron escarbados donde la tierra se veía floja, y muchas paredes se quebraron a fuerza d cinceles, marros y raquetas. ninguna moneda podía escapar de sus arcas y quedarse en los escondrijos. 
    El dinero que les arrebató a los clérigos y los europeos tenía un fin preciso. Cada domingo, los piojosos desfilaban delante del Torero y sus hombres para recibir la moneda que afianzaba la lealtad que se amamantaba de los saqueos y las venganzas. (Pp 75-76)

Cuando llegaban a una ciudad (no menciona el nombre) los recibió el espectáculo de un muñeco de Hidalgo consumiéndose en una hoguera; la reacción del cura la describe Allende como sigue: - Tú eres testigo de mi juramento, desde hoy no habrá inquisidor gachupín ni arzobispo gachupín, ni virrey gachupín, ni santos europeos. Todos esos cabrones se van a morir, te juro por Dios que se van a morir. Su sangre amorongada se regará por la tierra y sus ojos verán el lento suplicio de sus cuerpos sin pode gritar (...) cuando lleguemos a la capital del Reino te juro por el alma de mi hermano que entraré a la catedra para rogar por el castigo eterno de esos hijos de puta. (...) De esos malditos apenas quedarán las cenizas que dejarán de humear cuando me mee sobre ellas. (P 84)

Hidalgo era putañero y se amancebaba con cualquiera que el abriera las piernas (...) los que lo conocían de tiempo contaban que el pedernal que incendió las cosas chocó contra la yesca de uno de sus jolgorios: delante de unos curas de buena cuna dijo que en hebreo no existía la palabra virgen, que el signo de Virgo no podía endilgársele a la madre de cristo. ella era una cualquiera y sus calenturas sonrojaban a la Magdalena. Ella era tan puta como la más grande de las putas.
    Y, como ya estaba encarrerado y alumbrado por el alcohol que se había metido entre pecho y espalda, las palabras también se le fueron cuando afirmó que los actos carnales y el celibato eran una estupidez, (...) que Dios autorizaba los placeres de la lujuria, las corridas de toros, los juegos de apuesta y las bebidas (...)
    (...) lo vieron bailando en Zitácuaro con una mujer de comprobada reputación, (...) y en la casa parroquial entraban las hembras que salían despeinadas y con la ropa desarreglada. en Dolores abrían la puerta del despacho, pasaban a su habitación y abandonaban el lugar por la notaría del templo.
    El enviado de la Inquisición no se tardó mucho en llegar de la capital del Reino para averiguar lo que se sabía y decía (...) Los pecados del cura estaban claros. Mas de tres putas hablaron delante del inquisidor: Hidalgo era su cliente y, cuando alguna intentaba pasarse de la raya, las mandaba apresar para encerrarlas (...) ninguna de esas mujeres volvió a ver la luz de la calle, (...) en la prisión, las voces que lo acusaban se dictaminaron como arrebatos de locura o una muestra clara de endiablamiento. Esas putas tenían que ser amarradas hasta que se atreguara su razón o, en el peor de los casos, tenían que quedarse embrocadas para recibir una lavativa colmada de agua bendita.
    Las veces que se amancebó nunca quedaron claras, los números de sus amoríos no le cuadran a nadie. Las sirvientas que llegaban a la casa parroquial (...) las criollas que actuaban en sus comedias. Su miembro tieso parecía negarse al reposo y cada himen que rajaba se convertía en una nueva corona. 
    Lo que sí era un escándalo que no podía callarse eran los hijos que dejaba regados y las mancebas que mantenía con las limosnas de sus parroquias (...) Con una tal Manuela tuvo dos criaturas (...) cuando se hartó de Manuela la obligó a casarse, (...) Hidalgo la vendió como si fuera una negra (...)
    El abandono de Manuela no era casual. Josefa ya se le había metido en la cabeza y la calentura no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Sus ojos incitantes, su boca carnosa, sus nalgas poderosas y su pecho abultado valían más que su viejo amancebamiento. Ella era joven. Manuela ya estaba madura y en las chichis comenzaban a marcársele las arrugas. Dicen que a Josefa la penetró contra natura, que ningún hueco de su cuerpo quedó sin ser profanado, y que su padre, un carpintero sumido en la miseria, todo lo aguantaba con tal de no morirse de hambre ni ser condenado al infierno por el cura solicitante. Nada se sabe del destino final de Josefa, las lenguas que no conocen sosiego aseguran que entregó su alma poco tiempo después de sus amoríos.
        Yo solo vi de cerca a la que decían que era una de sus mujeres: Bibiana Lucero (...) Hidalgo siempre la presentó como su amiga querida y mujer castísima -a pesar del mocoso que carga y berreaba- En un lugar donde los secretos sobraban, no había mas remedio que guardar silencio delante de ella. Ya después, cuando se largaban, los chismes y las habladas se soltaban la lengua. 
    Los pliegos que se llenaron de letras delante del inquisidor no tuvieron un buen destino. (...) El Santo Oficio apenas le dio un jalón de orejas y los papeles se guardaron. Hidalgo era uno más de los religiosos que rompían el celibato (...) pero cuando las matanzas y los saqueos se conocieron, los inquisidores desempolvaron sus páginas y el proceso se reanudó. En menos de lo que canta un gallo lo conminaron a que se presentara delante de los jueces. Hidalgo los mandó al diablo, por eso ya solo quedaba un camino: quemarlo en efigie. (Pp 86-90) 

Allende cuenta que Hidalgo gustaba de otorgar nombramientos similares a los del ejército cada persona que llegaba de lejos se iba con uno de esos (...) ninguno se quedó sin un grado rimbombante y sin las órdenes de insurreccionar sus tierras. A don Miguel le daba lo mismo si tenían tropas o andaban solos por el mundo, si eran unos malvivientes o eran hombres de bien. 
    Por más papeles que firmara y por más desharrapados que mandara a insurreccionar, las desgracias que nos perseguían estaban muy cerca. [En San Miguel de Allende] los mandamases de los realistas le soltaron la rienda a sus hombres para que saquearan la casa de Juan [Aldama] y la mía [Ignacio Allende]. Los hachazos destrozaron las puertas y nuestros muebles alimentaron las llamas.
    En Dolores, la casa de Hidalgo tuvo el mismo final. Nada o casi nada quedó de ella. Los libros fueron quemados y el colchón de sus pecados ardió juntó con sus muebles y sus triques. Bibiana, la mujer que tanto le gustaba, los realistas la raparon, le arrancaron la ropa y la obligaron a arrastrarse mientras la gente la escupía y la pateaba. Su bastardo tampoco tuvo un buen final, los soldados de Calleja lo llevaron a un chiquero y lo amarraron después de rajarle la panza. El olor de su sangre atrajo a los marranos que lo devoraron. (Pp. 91-96)

Aunque nunca me lo dijo y ninguno de los suyos me lo contó, yo les puedo jurar por los clavos de la cruz de Cristo que don Félix [María Calleja] estaba seguro de que la rebelión solo se terminaría cuando tuviera en sus manos la cabeza de Hidalgo. (p 110)

Don Miguel decía que los hechos le daban la razón. Toluca se rindió sin necesidad de tiros y cañonazos. (...) Cuando el caballo de don Miguel llegó a la entrada de la ciudad, lo cubrieron con un palio para que el sol no le molestara en su andar. (...) Los cuatro sacerdotes que lo sostenían rezaban para rogarle al cielo por su triunfo. (...) Hidalgo era el amo y señor, el dueño de las vidas, el único que podía dar el perdón.
    - Los toluqueños sí saben como recibir al que todo lo puede, al que es más que cualquiera - me dijo después que nos instalamos en una de las casas que abandonaron los europeos. 
    - ¿Y si el miedo fuera lo único que los mueve? le pregunté.
    - Es mejor que me teman - murmuró-, yo no deseo que me quieran... a mi me basta con que me complazcan, para eso me sirven los hombres y las mujeres. (Pp 116-117) 

A Hidalgo le urgía tomar la Ciudad de México. (...) estaba seguro que los zafios se dejarían matar y matarían por una sola causa: cuando la capital del reino cayera en sus manos, tendrían rienda suelta para saqueo. (...) Hidalgo confiaba en que éramos invencibles. 
    Solo Juan [Aldama] y yo teníamos telarañas en la cabeza: don Torcuato [Trujillo] no se rendiría y seguro nos esperaría en el lugar preciso. (...) Toluca no fue profanada por los buenos hijos de Hidalgo. El recibimiento y el infinito besamanos bastaron para que su orgullo lo obligara a mantenerlos sosiegos. 
    Los curas que andaban embelesados con don Miguel salieron de sus templos y les gritaban a los muertos de hambre mientras se arañaban la cara, se jalaban las greñas y se rasgaban la sotana. Según ellos, Hidalgo era el nuevo Cristo, un Jesús más poderoso (Pp 119-120)

El capítulo 20 narra el encuentro -en Monte de las Cruces- entre el ejército realista al mando de Trujillo y los insurgentes al mando de Hidalgo; la derrota de los insurgentes, el primer encontronazo terminó en una matanza. A esas alturas no quedaba más remedio que mandar al cura al carajo, la chusma estaba despedazada, y la posterior retirada de los realistas. 
    El cura collón se escondió mientras nos jugábamos la vida. Allá, lejos de la batalla y cubierto por una arboleda, se agazapó mientras sus rufianes lo cuidaban y sostenían las riendas del caballo que lo ayudaría a huir si la fortuna nos negaba la victoria. 
    Antes de retirarse de ese lugar, Hidalgo ordenó que se sepultarán todos los caídos, ningún cuerpo fue enterrado sin ser profanado. los salvajes hurgaban en las bolsas de los cadáveres para robarse lo que tuvieran. A muchos los desnudaron y los descalzaron, (...) las mujeres arrancaban los botones brillosos y se peleaban por una moneda de cobre o un guarda pelo que les encandilaba la mirada, los niños entraban a las fosas para terminar de robar a los caídos. Hidalgo nada les dijo y nada impidió. El pueblo bueno tenía su botín y el acariciaba el suyo. Las armas que los soldados dejaron abandonadas...(Pp 127-131) 

La novela continúa con la narración de como estuvieron a punto de tomar a la ciudad de México y de como el virrey se rehusó a rendirse; a pesar de que ellos (los insurgentes) se sabían superiores en número y con amplias posibilidades de éxito, Hidalgo ordenó retirarse, en esos momentos, ninguno de nosotros conocía sus verdaderas razones: el virrey le mandó un pliego secreto donde le advertía que sus parientes serían pasados a cuchillo en el momento en que diéramos el primer paso. Para el cura bribón, la ciudad valía menos que sus hermanas, su cuñada y los hijos del hermano muerto. Ese día las cosas quedaron rotas para siempre. (p 142)

Un capítulo siguiente narra la vida violenta del  Torero (guardaespaldas de Hidalgo), de la saña con la que asesinaba desde muy joven; de como lo atraparon mientras golpeaba salvajemente a una mujer y como don Miguel lo sacó de la cárcel (...) le puso la mano en el hombro y lo obligó a hincarse. -Dios te puso en mi camino y te perdona todos tus pecados - le dijo-, tú no debes separarte de mi lado, tú eres mi ángel guardián, mi protector, mi espada ardiente. (...) -Dios me reveló que podrás seguir haciendo lo que haces, que la justicia humana y las leyes divinas no son para gente como tú... pero tienes que estar a mi lado y obedecerme sin replicar (p 153)

El suyo era el camino que marcan los asesinos, los que no encuentran sosiego ni tienen llenadera para sus arrebatos. El cura ansiaba que lo llamarán Alteza Serenísima mientras que todos los hombres se hincaban y las mujeres no se le negaban. (p 155) para lograrlo intentaba convencer a un militar de cepa, alguien que sepa lo que le conviene y esté dispuesto a abandonar a sus amos para luchar por la gloria, la fama y la fortuna que lo cubrirán de plata (...) Dios es mi aliado y el rey nada puede en contra de él. Yo estoy bendito, el Borbón está maldito desde que se culeó delante de Bonaparte... Calleja y Flon no son nada, yo soy el Cristo resucitado (p 157)

En Aculco, en vísperas de una batalla contra el ejército comandado por Calleja y considerando que era para ellos (los insurgentes) una derrota segura; Allende -secundado por Aldama- propuso una separación para atacar a los realistas en flancos distintos; Hidalgo aceptó, fue entonces que se separaron; sin embargo, Hidalgo faltó a su palabra y enfrentó a Calleja, el resultado: una derrota terrible. Cada uno huyó como mejor pudo. Mis hombres y yo nos retiramos por una vereda que llevaba a quién sabe donde, los huarachudos corrieron por todas partes, y el cura, siempre escoltado por el Torero y sus barbajanes, se largó por otro camino. (p 163) 

Se reunieron después para continuar con la lucha, acordaron que Hidalgo se iría para Valladolid y Allende para Guanajuato. Al llegar a Guanajuato, la ciudad se entregó [a Allende] sin resistencia, allí construyeron cañones, se abastecieron de pólvora y se prepararon para enfrentar a Calleja sin embargo, la preparación el resultado fue una nueva derrota y Allende y Aldama tuvieron se retiraron a Valladolid en donde se enteraron de que Hidalgo no había tenido tampoco el éxito deseado y para hacerse de dinero había ordenado secuestrar a todos los gachupines que pudo, Cada uno valía una alforja retacada. Algunos lograron pagar el rescate; pero otros no lograron conseguir las monedas que les reclamaba el cura. (...) Los que lo vieron cuando ya se retiraba rumbo a Guadalajara cuentan que, mientras caminaba hacia su caballo acompañado del Torero, se detuvo y le ordenó -encárgate de los que no pagaron. En la barranca de Bateas quedaron los cuerpos degollados. (Cap. 28)

Allende y Aldama se separaron; la venganza es lo único que nos queda. Por más que quieras, no nos podemos rendir así como así. No somos perros; por mas jodidos que estemos, no podemos agachar las orejas ni meter el rabo entre las patas para presentarnos delante del virrey. Dividámonos. Encuentra a Iriarte [Rafael] y mátalo, yo haré lo mismo con el cura cabrón. Después de eso, Dios dirá lo que debemos hacer (p 179) [Rafael Iriarte: personaje con influencia en el inicio de la revolución de independencia en la región de San Luis Potosí y Zacatecas de la Nueva España. Sus correrías lo hicieron famoso pero denostado y calificado como traidor a la causa insurgente Iriarte fue fusilado tempranamente en el proceso de revolución]

Aguascalientes se entregó a Allende sin problemas, colaboró en todo cuanto se le requirió, eso permitió a Allende fortalecer su ejército; allí les hicieron uniformes nuevos y les dieron todas sus armas con las que abasteció el polvorín; La confianza llegó a mi alma y me devolvió lo perdido. Pero no sabía que las malas artes de Hidalgo eran tan poderosas. Sus cruces de cabeza y las profanaciones le daban fuerza (...) sus conjuros no tardaron en mostrarnos su furia (p 185) presumiblemente Hidalgo mandó a estallar el polvorín, cuando Allende llegó a donde la explosión Las paredes estaban tumbadas y quebradas ... los sodados que lo cuidaban estaban despedazados, en la calle se miraban los cuerpos destripados de los caminantes. Las casas cercanas también estaban destruidas ... Después de (ver) eso, las piernas no me dieron para seguir adelante. Lo que hice tal vez fue un crimen. Volví sobre mis pasos. Y sin escuchar ningún ruego, ordené que abandonáramos la ciudad. Mis soldados no debían mirar lo que había pasado y los cadáveres tendrían que ser olvidados. (p 186)

Juan (Aldama) cumplió su palabra. desde que llegó a su lado, mintió hasta que las orejas de Iriarte se rebosaron. Siete veces juró por los clavos de la cruz de Cristo que me había abandonado y estaba arrepentido de los meses que anduvo de alzado. (...) Aunque al principio dudó, Iriarte terminó por creerle. 
    Después de que se bebieron una botella de chínguere [aguardiente común] para espantar las mentiras, el traidor le contó lo que planeaba. (...) A Iriarte solo le importaba salvarse. 
    Las sonrisas y los tragos que refrendaban la hermandad no tuvieron sosiego mientras avanzaban. Una noche Iriarte estaba medio borracho y Juan desenvainó su verduguillo. La punta matapuercos era lo único que se merecía ese maldito. Se acercó al traidor, lo tumbó y lentamente comenzó a encajarle el acero. después de matarlo Juan destapó ante los hombres de Iriarte la carreta donde el traidor guardaba su plata, --es suya -- les dijo --, agárrenla y váyanse para donde se les pegue la gana. Él anduvo vagando pues no podía regresar a san Miguel ni a Dolores, ni a Guanajuato o Querétaro; se fue para la Sierra Gorda y durante un tiempo se acogió con los franciscanos donde solo aguantó varias semanas y regresó con la mirada cambiada. (Cap 31)

Hidalgo avanzaba hacia Guadalajara; En Tlaquepaque ya lo esperaban -Gracias por recibirme como lo merezco - les dijo el cura; y comenzó a explicarles sus deseos: en las calles por las que pasara se levantarían arcos de triunfo, los integrantes de la curia abrirían la marcha con el estandarte de la Guadalupana y él avanzaría bajo un palio que sería sostenido por las autoridades de la ciudad. Todos los que marcharan a su lado debían mirar al suelo en señal de sumisión. Ninguna campana debería quedar sin sonar y los poetas de Guadalajara compondrían una comedia para celebrar su fama y sus triunfos. (p 201).
    En el banquete de la victoria que se ganó sin batallas, -que también ordenó Hidalgo - agradeció: Gracias hijos míos... su amor me conmueve. Y más me conmueve lo que algunos me han suplicado con lágrimas en los ojos. Yo sé que quieren llamarme príncipe, pero eso es un exceso para alguien como yo. Un criollo que tuvo un padre casi ciego y que cuidaba tierras ajenas no puede aspirar a tamaños honores. Por favor no me avergüencen ni me sonrojen, para mi basta con que ustedes me digan alteza serenísima y hagan una reverencia. (p204) y por la noche, en el teatro se representó la comedia que también solicitó; una comedia que contara sus hazañas y les mostrara a todos sus infinitas victorias. Él era el nuevo Cristo, el Jesús de la venganza y la lujuria, el único que podía salvar a sus hijos y perdonar a los enemigos, el alfa y el omega que corrían a la par del mundo. (p 205)
    La noche ya estaba entrada cuando Hidalgo llegó a sus aposentos. La boca le olía a aguardiente y los dedos a la manteca de la comida. Las jóvenes que lo acompañaban no volvieron a sus casas hasta que el sol se asomó. esa mañana las dos tenían la mirada baja y su piel apestaba a macho cabrío. Ninguna volvió a pronunciar una palabra, ni siquiera asintieron cuando la familia habló de recluirlas. En el convento se suicidaron. Las fiestas, desfiles y el desenfreno del cura continuaron durante muchos días. 

En Guadalajara Hidalgo instauró un gobierno tirano de facto, Allende narra como el cura firmó el decreto fatal por el que condenaba  muerte a  la persona que se atreviera a mal hablar o a insultarlo. Las maledicencias no podían rozar a su Alteza Serenísima. (...) también ordenó que nadie, absolutamente nadie, ocultara sus riquezas. Todas debían ser entregadas al pueblo bueno (...) antes de que pasara una semana, en el cuarto del cura había mas de trescientos mil pesos de plata y sus dueños colgaban en las plazas paa mostrar que nadie podía engañarlo.
    Las fiestas -que corrían a cargo del pueblo- continuaron, las jóvenes que merecían ser desvirgadas comenzaron a escasear; Guadalajara se estaba volviendo aburrida; además Don Miguel ya no solo quería que le lamieran las botas. Había ordenado que lo amaran, pero la gente bien nacida se negaba a hacerlo. Por eso había que castigarla, con ellos los hombres de Hidalgo organizaban "corridas" en las que "toreaban" hasta matarlos a los prisioneros que se negaran a las ordenes del cura. [Cap 34]

Allende cuenta que cuando se descuidó la vigilancia que Hidalgo tenía sobre él, fue a reunirse con su hijo Indalecio, con otros curas y con el gobernador de la Mitra , allí planearon deshacerse de Hidalgo envenenándolo, la oportunidad se les presentó cuando Hidalgo abandonó brevemente la mesa donde comían "el vaso de aguardiente no se enturbió con las gotas que le pusimos. Su número era preciso, era el mismo que tenían las monedas que Judas recibió por traicionar a Jesús, pero el intento de hacerlo se frustró porque al regresar a la mesa Don Miguel volvió acompañado por uno de los hombres del Torero. Sin disculparse por su ausencia se sentó mientras el bandolero carraspeaba. -Ten- le dijo mientras le ofrecía su vaso-, no vaya siendo que se te salga un gargajo y le caiga a mi comida. ese hombre fue el que falleció, el cura nada hizo por tratar de salvarlo - ya o hay nada que hacer... ni modo, así son las cosas. Hay gente que se muere en lugar de otra. Por más que algunos le busquen, las personas no se difuntean cuando los traidores lo anhelan. Nadie se muere cuando quiere, los hombre solo entregamos el alma cuando podemos.  a manera de venganza Hidalgo ordenó que ellos, Aldama, Allende y su hijo Indalecio fueran en la primera línea de combate cuando se enfrentaran a Calleja. Y en lo sucesivo antes de que Hidalgo comiera o bebiera, un indio probaba sus alimento... (Cap. 35)

Calleja endureció la búsqueda de Hidalgo y los insurgentes, firmó un bando: por cada uno de sus hombres que muriera, cuatro lugareños serían fusilados, (...) y por cada herido, cuatro más serían desmembrados con caballos y tenazas. (...) La mudez fingida y la falsa ceguera también serían castigadas sin miramientos. (...) Todo lo que vieran y supieran del cura debía ser contado antes de que los realistas se lo preguntaran. Si a alguien le comían la lengua los ratones, le sorrajarían veinte azotes, y sobre las llagas le embarrarían sal pulverizada. Sus amenazas eran reales y todas se cumplieron a carta cabal (p 220) Hidalgo, por su parte estaba seguro de que vencerían a Calleja por su superioridad numérica ¿les parecen pocos los tres mil jinetes y los casi veinte mil hombres que están dispuestos a rifársela hasta la muerte?; sin embargo, las noticias que llegaban sobre la rudeza de Calleja hicieron que poco a poco los insurgentes empezaran a desertar, Los huecos que (Hidalgo) miraba en los campamentos no podían ocultar. Y, cuando después de que le miedo le hundió las arrugas de la cara y le apretó los güevos, volvió a tomar la pluma para invocar a satán: Todos los desertores pagarían su cobardía con la muerte. (...) Los patarrajada estaban atrapados entre dos espadas: la de Calleja y la del cura. Ninguna tenía brizna de piedad. Pocos días después los realistas y los insurgentes estaban el uno a la vista del otro e Hidalgo ordenó el avance de las tropas con Juan Aldama, Ignacio Allende e Indalecio Allende al frente de las mismas. (Cap. 36) 

El enfrentamiento en el Puente de Calderón significó una derrota aplastante de los realistas de Calleja sobre los insurgentes de Hidalgo; los hombres más cercanos a Hidalgo, los que los protegían, perdieron la vida. Hidalgo los miraba. sus ojos pelones no podían negarse a ver que todo estaba perdido. En un solo instante, sus sueños y sus anhelos ardieron hasta que se volvieron cenizas. Ahí fue cuando se quebró para siempre. (p 228). 
        Los que pudieron escapar se dirigieron a Guadalajara, antes de entrar a la ciudad enviaron emisarios pregonando la victoria del cura; esa mentira liberó a los demonios y los dragones que San Miguel y San Jorge tenían atrapados. se desataron saqueos y matanzas y antes de que la noticia verdadera de la derrota llegará, tomaron rumbo a Aguascalientes; la gente de esa ciudad no presentó batalla y la tropa insurgente pudo recuperarse un poco pues nadie estaba dispuesto a tendernos la mano, (...) a como diera lugar, debíamos llegar a Zacatecas por eso avanzaban lo más rápido que podían, sin detenerse a auxiliar a sus compañeros heridos; cuando llegamos a la Hacienda del Pabellón nos detuvimos. El momento de dejar las cosas claras estaba enfrente de nosotros. Con la presencia de (Ignacio López) Rayón, Aldama -por orden de Allende- redactó un documento que Allende leyó a Hidalgo: Por gracia de Dios, los oficiales criollos decidimos que su merced [Hidalgo] queda depuesta de cualquier mando. Sus acciones permitieron la muerte de los inocentes, el saqueo de propiedades de personas de bien, y su torpeza posibilitó que Calleja nos derrotara. Por estas razones, se le condena al silencio y la mansedumbre, y se le obliga a no abandonar las tropas criollas que recuperarán el rumbo de la campaña. (P 233) Rayón intercedería por Hidalgo sabedor del valor que Hidalgo representaba para el movimiento. Él es quien junta a la gente, él es el que convoca a los aliados y logra que las columnas no enflaquezcan hasta quedar enclenques. Si ustedes lo condenan al silencio, en menos de lo que canta un gallo nos quedaremos sin partidarios... Hidalgo es indispensable. (...) Algo de razón tenía: Hidalgo era capaz de lograr que los muertos de hambre se sumaran a nuestras tropas y, en esos momentos, nos faltaban para enfrentar a Calleja. (Caps 37 y 38)

El poder de Hidalgo se rompió para siempre, sin embargo Allende sabía que una moneda en la mano correcta podía liberar a Hidalgo, por eso cuando detuvieron su marcha para descansar, hizo traer a Mariano [hermano de Hidalgo] y lo obligó a entregar toda su fortuna; habiéndola obtenido la utilizó para licenciar a todos los insurgentes les entregamos tres marcos a cada uno de los miserables a cambio de sus armas (...) lo único que nos importaba era quedarnos con los soldados leales y disciplinados, con los hombres que no le harían el caldo gordo al cura bribón. (p 236). Continuaron su camino hacia Zacatecas. Nadie, ni siquiera Rayón o su mujer, podían acercarse a Hidalgo. Al llegar a Zacatecas sus presentimientos se confirmaron; Los cerros de plata no llegaron a nuestras manos y las armas se escondieron. (...) Así, apenas nos repusimos, seguimos hacia el norte. (Cap. 39)

Antes de llegar a Saltillo dejaron a Hidalgo en una hacienda cercana, su presencia era capaz de alborotar el gallinero, Indalecio y un pelotón de hombres de probada confianza serían sus guardianes (p 239); obligaron a Hidalgo a que firmara el papel que anunciaba su renuncia al mando y cuando entraron a Saltillo hicieron pública su renuncia y obligamos a todos los pregoneros a que la gritaran hasta que el gañote se les desgarrara. Este hecho les abrió las puertas de la gente de bien. Nunca más ocurrirían matanzas como las de Guanajuato, Valladolid y Guadalajara, nunca más se saquearían las propiedades.
        Mientras estaban en Saltillo recibieron oferta de indulto por parte del Virrey, decidieron no aceptarla. Habíamos perdido la seguridad desde el momento en que se iniciaron las profanaciones, los saqueos y los asesinatos. Allá, en San Miguel y en todos los lugares por los que pasamos, nos esperaba la gente que tenía ansias de venganza. -Si tuvieras una hija que fue ultrajada por un muerto de hambre, ¿no querrías cobrarle la ofensa al hombre que lo permitió?- le dije. --Que sea lo que Dios disponga-- me dijo Juan y nos quedamos sentados en silencio hasta que la luz de la mañana se asomó por la ventana. (Cap.40)

En condiciones cada vez más terribles; con el bastimento cada vez más menguado hasta quedar sin agua ni alimento,  siguieron su camino hacia el Norte. Las voces que contaban nuestras desgracias eran más veloces que las monturas, por eso, sin que a nadie le temblaran las patas, la gente comenzó a preparar la engañifa, la traición que terminaría con nosotros. El tal Elizondo [Ignacio] no estaba conforme con venderles caballos a los realistas, sus ansias de dinero lo llevaron a sumarse a sus tropas y proponer la traición precisa: (p 243) y para lograrlo estuvo enviando cartas ofreciendo su ayuda hasta que el hambre y la sed hicieron que Allende aceptara; cuando se encontraron con los hombres de Elizondo nos recibieron como si fuéramos sus amigos de toda la vida. --dejen aquí a sus hombres para que recuperen las fuerzas, ustedes síganme para que puedan descansar como Dios manda-- Obedecimos. Las Norias se mostraron delante de nosotros. Y en el instante en que íbamos a clavar las espuelas a las monturas para matarnos la sed, los tiros comenzaron. No pudimos defendernos. Los hombres que se quedaron atrás también eran atacados y no teníamos manera de enfrentar a los soldados de Elizondo. Indalecio trató de huir hacia una arboleda, y antes de que las ramas secas pudieron protegerlo, las balas le reventaron la espalda y las tripas. (...) Tiramos las armas y levantamos los brazos. Elizondo se acercó con los suyos y los grilletes se adueñaron de nuestra carne. Todo se había terminado. (...) Ahi estábamos, engrilletados y con la ropa desgarrada, sucios como miserables y con los rostros marcados por la derrota. La voz de Hidalgo se había apagado por completo. 

Así seguimos hasta que llegamos aquí, [En las cercanías de Monclova, Coahuila, en el paraje denominado Acatita o Norias de Baján] al lugar donde seríamos juzgados y condenados para cumplir con el expediente. 

Fin del relato de Allende

En un capítulo final, Trueba narra la experiencia de escribir la novela sobre Miguel Hidalgo, las vicisitudes que superó, las fuentes que consultó y lo difícil que resulta escribir sobre el mito de Hidalgo como verdadero y único Padre de la Patria. (...) es necesario recalcar que estas páginas no buscan decir verdad sobre Hidalgo y tampoco someterlo a un juicio sumarísimo que lo condene a la ignominia. (...) Este libro solo es una novela, (...) no es un libro de historia, sino una ficción en la que se cuenta algo de lo que pasó, algo de lo que pudo haber pasado y algo de lo que yo quise que pasara. En ella la mentira y la realidad se entretejen siguiendo los dictados de mi imaginación para mostrar una imagen lejana del mármol y el bronce. Esta novela es una provocación. 

La entrevista  de Irma Gallo al autor es un plus para esta publicación. 



FUENTE DE INFORMACIÓN:

Trueba Lara José Luis. (2021, Junio). Hidalgo, la otra historia. Océano. México.